Sí, Francisco trascendió y lo hizo no en un día cualquiera, sino en la Octava de Pascua, cuando el mundo comienza a celebrar esos cincuenta días en donde recordamos que nuestro Dios está vivo.
¿Coincidencia? Por supuesto que no. Su partida, en medio del caos que vivimos, le susurra al mundo que aún hay algo sagrado que vale la pena cuidar. Su muerte nos deja el alma de una Iglesia que se moja con la lluvia y las lágrimas.
El último eco de Francisco:
No hay campanas que basten para despedir a un hombre que supo mirar al mundo con los ojos de la misericordia. Hoy, mientras muchos se preparan para la disputa del poder, yo cierro los ojos y vuelvo a aquel abril de 2020, cuando un hombre solo, frágil, caminaba por una Plaza de San Pedro vacía.
Llovía y en el silencio, el Papa Francisco hablaba como si el cielo lo escuchara primero. Esa imagen fue más que histórica: fue profética. Porque la Iglesia no se derrumba cuando pierde a sus pastores; la Iglesia tiembla cuando olvida llorar con la humanidad.
Francisco no fue perfecto, como ningún profeta real lo ha sido jamás. Pero fue valiente. Humanizó la sotana, devolvió el aliento a una fe que muchos daban por perdida. Habló de los pobres no desde la teología, sino desde el polvo de sus zapatos y se atrevió a cuestionar estructuras que habían sido tabú por siglos.
Su papado fue un susurro firme en medio del grito de las instituciones. Y también, una batalla. Porque ser Papa no es sentarse en un trono: es caminar sobre brasas mientras sostenés en alto una luz y la luz siempre estorba a algunos o a muchos…
Y cuando el poder parecía perderse en el ego, él nos recordó que aún hay reinos que se gobiernan desde el corazón, desde la esperanza, desde la justicia y la compasión.
Ahora que ha partido, la pregunta no es solo quién ocupará su lugar, sino qué Iglesia queremos dejarle al mundo. ¿Una de mármol frío o una de carne viva? ¿Una que repita dogmas o una que escuche los latidos de la Tierra y de su gente?
Los posibles sucesores ya se mencionan en las listas: unos con olor a incienso antiguo, otros con la frescura del aire de primavera.
Hay quienes representan la voz de la tradición —a veces tan pesada como un muro— y quienes encarnan la esperanza de una fe que respira, se mueve, se conmueve.Conservadores, progresistas, diplomáticos, pastores… pero el corazón del asunto no está en los títulos, sino en el fuego que cada uno lleve dentro.
¿Será capaz el próximo Papa de amar tanto como para incomodar? ¿De escuchar tanto como para transformar?
Porque Francisco hizo grietas para que la luz pudiera entrar, al menos un poco, el que sigue, tendrá que abrir cortinas y dejar que la luz pase y nos traspase, con todo lo que eso significa.
La Iglesia está, otra vez, en el umbral de su alma. Puede elegir entre la comodidad de la costumbre o el vértigo de la renovación. Francisco abrió una ventana: no sería justo que ahora volvamos a cerrarla.
Porque la fe no es una doctrina encerrada, sino un llamado a vivir con los pies descalzos y el corazón abierto.
Hoy el mundo llora a un Papa que supo mojarse con nosotros. No con con el sudor del poder, sino con la lluvia y las lágrimas de la humanidad compartida.
Que su último eco no sea el de su nombre en los titulares, sino el de su voz en nuestra conciencia.
Sí, en el 2020 la Plaza estaba vacía… pero su eco quedó en nosotros. Porque a veces, un solo hombre basta para que el cielo no se cierre del todo.




